Día: 13 noviembre, 2020
GINÉS PARRA GIMÉNEZ. Mi etapa en Villacarrillo. El Juzgado (memorias III)

Mi antecesor en el Juzgado de Villacarrillo, era Francisco Rojas, que produjo vacante al ser promovido a juez de ascenso con destino a Martos; luego fue nombrado Juez de Larache, en donde la muerte le sobrevino. El matrimonio Rojas que continuó viviendo unos meses en Villacarrillo, hasta encontrar en Martos adecuada instalación familiar, me acogió con entrañables muestras de compañerismo y con personales atenciones que son para mí inolvidables.
La convivencia de esos meses con los Rojas, me hizo vislumbrar posibles escollos para mi futura actuación pública: El Juez Rojas era amigo mío, digamos que, de medio pueblo, y estaba enemistado con la otra mitad. No fue culpa suya; Rojas era un buen Juez, integro y ponderado, celoso de su función, independiente y con un alto concepto de la dignidad judicial; pero le tocó actuar en una población en unos tiempos aherrojados por una política de banderías, que la Dictadura de Primo de Rivera vino a barrer con un acierto indiscutible que hay que anotarle; entre otros desaciertos, aunque la historia quiere hacerla responsable. Villacarrillo, como en tantos otros pueblos de España, las gentes se encuadraban en compartimentos estancos, políticos o sociales, que les dividían y separaban en la convivencia ciudadana con insondables abismos.
El partido liberal tenía su casinito; el partido conservador tenía el suyo. Las familias afiliadas a un partido rehuían al trato y hasta el saludo con el otro (Montescos y Capuletos). No puede resultar extraño que el Juez situado en el epicentro de tales torbellinos pasionales, tuviese por enemigos a los del bando en el que alguna resolución suya hubiese desagradado a caciques o “mandamases”. Este fue el caso del Juez Rojas, me consta, el qué y el porqué de su traslado; sin que estime conveniente más amplias explicaciones que pudieran herir la susceptibilidad de familias, a las que respeto y con las tengo buenas relaciones de amistad.
La mísera instalación del juzgado, no se avenía con el concepto de la dignidad de la función judicial. Siempre he pensado que la Justicia ha de rodearse del adecuado decoro y presentación externa, que sea ante el pueblo exponente de su grandeza. No lo ha querido así el Estado español, que, durante siglos, se ha desentendido de estas necesidades, descargando en los Ayuntamientos la obligación de facilitar local e instalación a los Juzgados, obligación que cumplían o cicateramente regateaban, según la armonía o tirantez entre el Juez y el cacique de turno. Ello obligó a muchos dignísimos Jueces para mantener su independencia y no deber nada a nadie, a conformarse con desempeñar sus funciones en covachuelas inmundas, en las que, en no tanto sufría su personal comodidad, cuanto el decoro de la Justicia. Comenzó a variar esta ingrata situación al proclamarse el ministerio de Calvo Sotelo (mi preparador de oposición y verdadero amigo), en el que se creaba la Agrupación de Municipios de Partido Judicial, con el cometido de presupuestos, lo necesario para Carga de Justicia (antiguo presupuesto carcelario). Aproveché yo la coyuntura, y eficazmente apoyado por las autoridades de distintos pueblos del Partido, obtuve dotación presupuestaria con la que instalar una sala de audiencias, no ya decorosa, sino suntuosa, con buenas alfombras, calefacción eléctrica, dosel y cortinajes de damasco rojo con galones dorados, mesas, sillas y pupitres confeccionados por las monjas Comendadoras de Santiago de Madrid con los escudos de España, de Jaén y Villacarrillo, hacheros para la luz eléctrica y una espléndida lámpara adquirida en Úbeda en el mercado de antigüedades. Para la bendición de esta sala de audiencias, se trasladó de Jaén a Villacarrillo y honró mi casa como huésped, el obispo de la diócesis D. Manuel Basulto, santo varón que me distinguía con su amistad y que murió asesinado en Vallecas en la masacre del llamado “tren de la muerte”.
Una vez descendiendo a lo anecdótico, referiré que, en una ocasión, visitó esta sala de audiencias una ilustre dama de la aristocracia jiennense: Teresa Villalta, Marquesa del Rincón de San Ildefonso, viuda del exministro Prado y Palacio. La conservación nos llevó a diversos temas, entre otros a supersticiones y amuletos a que tan proclives somos los andaluces. La Marquesa acabó pidiéndome que le facilitase, del archivo judicial de pieza de convicción, una soga de ahorcado. Desconozco las virtudes mágicas de este amuleto; doy por supuesto que la petición fue sólo un rasgo de humor (de buen humor) de tan distinguida dama. Sin incurrir, creo yo, en delito de infidelidad en la custodia de documentos, la Marquesa fue complacida con unos centímetros de la horca de un desgraciado.
No ha de olvidarse de que mi posesión en el Juzgado de Villacarrillo, casi coincidió en el tiempo con el advenimiento de la Dictadura de Primo de Rivera, en la que, quisiese o no, sufrió eclipse el derecho, lo que forzosamente había que rozar la formación jurídica del Juez. No sería justo si dijese que esa situación dictatorial afectó al normal desenvolvimiento de mis funciones judiciales que nunca se vieron interferidas por presiones de los que entonces regían la política nacional, provincial o local: y ello pese a mi buena amistad con personalidades destacadas de la política activa, tales como Calvo Sotelo, Galo Ponte Escartín ( Ministro de Gracia y Justicia), Ramón García del Valle y Salas (ex juez de Villacarrillo), a la sazón Director General de Justicia (con interesas familiares y económicos en Villacarrillo), José Alberto Palanca Martínez Fortún ( Director General de Sanidad), vinculado por intereses y familia en Villanueva del Arzobispo, uno de los pueblos más importantes del Partido), José Salas Cabeza de Vaca, entonces Gobernador Civil en varias provincias,(también con cuantiosos intereses en Villacarrillo), tantos y tantos otros, en cuyo honor he de afirmar que jamás usaron de su buena amistad conmigo para hacerme ni las más pequeña indicación en asuntos judiciales, en que quizá estaban interesados.
La política de la dictadura creó, como uno de sus más sólidos sostenes, los Delegados Gubernativos, uno por cada Partido Judicial, cuyas funciones eran análogas a las de los Gobernadores civiles en las provincias. El cargo de Delegado Gubernativo se discernía a jefes u oficiales del ejército, que imprimían a sus funciones civiles el rigor, la disciplina y el ímpetu propio de las funciones castrenses. Una de las acuciantes tareas de estos delegados, era desmontar en cada pueblo los viejos tinglados caciquiles, por lo que su enfrentamiento con tantos intereses creados, fue duro y no siempre grato. Por regla general, de la visita de inspección, derivaba un sumario por cualquiera de los delitos definidos en el Código Penal como específico de los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones. Uno de estos sumarios, por exacción ilegal, me obligó a decretar el procesamiento del alcalde de Villacarrillo que estaba en funciones cuando llegó la dictadura, lo que para mí tuvo intrascendente consecuencia al final de mi gestión como Juez de este Partido.
El cargo de Delegado Gubernativo exigía rigor, pero también tacto y sentido humano y comprensivo, que no en todos se hallaron. Villacarrillo tuvo la suerte de que llegara un delegado muy militar, caballeroso, ponderado y discreto: Alfonso Criado Molina, del arma de artillería, luego Jefe de Estado Mayor, del que, tras su cese como delegado, he tenido noticia, pero que supongo obtendría alta graduación y altos cargos en su carrera a tono con sus personales méritos. Con Alfonso Tirado mantuve una amistad cordialísima, hasta que esta amistad sufrió un eclipse por un acontecimiento en el que, sin duda, hasta que él cumplió con su deber y yo con el mío; fue mi único enfrentamiento oficial con autoridades de la dictadura, y se produjo en la sesión constitutiva de la Junta Municipal del Censo Electoral, que presidia y de la que formaba parte e Delegado Gubernativo.
Como tantas veces se repite en la historia, los Gobiernos de fuerza, aún no las sienten, pretenden hacer gala de preocupaciones democráticas, prometiendo para el futuro cuando ellos no manden, claro está); la implantación de un régimen de Derecho que devuelva al pueblo el ejercicio de una soberanía que ellos, circunstancialmente detentan con más o menos sinceridad, no fue ajena a esta preocupación la recién instalada dictadura española, que promulgó un Decreto que los artículos que se le encarga específicamente replanteando el servicio de Censo Electoral, con promesa de futuras elecciones democráticas.
El tal Decreto, contenía normas encaminadas a una limpia y depurada confección del censo. La Junta Municipal la presidía el Juez de 1ª Instancia, y con él, la integraba el registrador de la Propiedad, el Arcipreste o Párroco más antiguo y el más antiguo maestro de escuela, no recuerdo si algún concejal y el Delegado Gubernativo, al que, en uno de los últimos artículos del decreto se le encarga especialmente que vigile a la Junta para evitar parcialidades en las inclusiones o exclusiones de electores en las respectivas listas. Rozó este precepto mi sensibilidad de Juez, llenándome de indignación contra lo que yo estimaba como una verdadera injuria: ¿pero cómo es posible?, ¡como llama a mi función, extraña a mi carrera!; en ella estaré acompañado por el Registrador de la Propiedad (que también es Juez de derecho inmobiliario), por el Arcipreste (Juez de las conciencias), y el Gobierno pone en duda nuestra imparcialidad y coloca junto a nosotros como vigilante, un delegado suyo que nos obligue a actuar limpiamente?. En lo más hondo de mi conciencia de Juez, me sentí ofendido; a ese atropello, actué con una protesta formal que constase en acta, y en efecto, señalada la sesión constitutiva de la Junta para las 12 de la mañana, recibí la visita del capitán Criado Molina, que salía urgentemente para Jaén llamado por el Gobernador, por lo que me rogó que le diese por presente en la Junta, y a su regreso, firmaría el acta. Como esta ausencia favorecía mis designios, guardé silencio y nos despedimos. Llegó la hora de la Junta; en ella, conmigo el Arcipreste, (en Jaén se llaman Priores), D. Juan Vicente Molina Valero, con el que mantuve una cordial amistad, el Registrador de la Propiedad D. Marcial Ortega de la Parra (que actualmente cumplía su deber de residencia, cosa común en los Registradores de entonces), asistían también los demás componentes de la Junta, cuyos nombres no recuerdo, al delegado gubernativo no le di por presente. Leído el Decreto, propuse a los reunidos y por clamorosa unanimidad aprobaron que, constase en acta nuestra protesta por la forma en que está redactado el artículo X del referido Decreto, que los reunidos estiman gravemente ofensivo para su integridad moral; así quedó constancia en el acta.
Llegada la noche, el Capitán se presentó en el Juzgado para firmar el acta, al que hice saber que no se le había dado presencia y que habíamos adoptado un acuerdo que quizá no le gustaría suscribir. Al conocer dicho acuerdo, tras intentar infructuosamente que el acta se rehiciese eliminándolo, me anunció que él tenía que denunciarme a su superioridad, a lo que yo le repliqué que lo hiciese si él estimaba que era su deber. Aquella misma tarde volvió a Jaén. A la mañana siguiente, se me presentaron en el Juzgado los Delegados Gubernativos de Villacarrillo, Cazorla y Orcera, más el capitán de la Guardia Civil de La Línea, Pedro Sarcina, con la intención de que anulase el acta, conminándome con graves responsabilidades e incluso con pérdida de mi carrera, (todo dicho en tono amistoso), más como consejo que amenaza. Cuando se convencieron de la inutilidad de su gestión, volvieron a Jaén para dar cuenta al Gobernador. A las pocas horas recibí en el Juzgado un telegrama del Gobernador, en forma de orden, que literalmente decía: “sírvase inmediatamente remitir certificación acta constitutiva Junta Censo”. Esta petición fue cumplimentada sin pérdida de tiempo; “…que para que se cumplimenten los servicios que ese Gobierno Civil encomiende al Juzgado, habrá de dirigirse en la forma que previenen los usos de etiqueta para comunicar con otras autoridades, ya que el Juzgado de Villacarrillo no recibe ordenes más que de sus superiores, entre los que no figura el Gobernador Civil de Jaén”. Cómo nuestra comunicación de un modesto Juez de entrada, pese a los rigores ordenacionistas de un régimen de dictadura, la recibió un auténtico caballero, el General Civantos, Gobernador Civil de jaén, el asunto quedó resuelto sin otras consecuencias que una carta particular de Civantos, en la que me ofrecía disculpas por la inoportuna redacción del telegrama, que firmó sin reparar en su estilo, debido al abrumador trabajo que sobre él pesaba.
…Y, nada más; el acta, el telegrama y copia del oficio de protesta, archivados quedaron en el Juzgado de Villacarrillo y allí podrá encontrarlos quien desee comprobar su veracidad de cuanto queda escrito. Pero mi buena amistad con Criado Molina quedó reducida.
La honestidad del personal auxiliar adscrito en aquella época al Juzgado de Villacarrillo, permitió que se crease un pequeño fondo, que humorísticamente llamábamos “de reptiles”; con el fin de dar socorros a presos excarcelados carentes de medios económicos en el difícil momento de reintegrarse a la vida en libertad. De este fondo, merced a la colaboración de un Prior inolvidable, D. José Herrera Cano, asesinado durante la guerra civil, se atendía a familias desvalidas en casos de extrema necesidad. También sobre este fondo giró el primer aguinaldo del preso de navidad. Para salir al paso del posible escándalo, que en espíritus timoratos, produce la existencia de los “fondos de reptiles” de un Juzgado, explicaré sus fuentes nutricias: El Partido de Villacarrillo, una de las más ricas y fértiles zona de la provincia de Jaén, que tanto es como decir de las más opulentas de España, lo integraban nueve municipios, entre ellos su capitalidad, con centros de población tan prósperos como Villanueva del Arzobispo, Beas de Segura, Castellar de Santisteban, Santisteban del Puerto y Sorihuela del Guadalimar; lo que repercutía necesariamente en el crecido número de asuntos civiles en trámite. A diario había que trasladarse la comisión del Juzgado a alguno de esos pueblos para practicar diligencias y exhortos civiles o pleitos pendientes. Cuando en un pueblo se practicaban, en la misma fecha, diligencias derivadas de procedimientos diferentes, para que el servicio resultase a los distintos justiciables con un gasto uniforme, los gastos de locomoción se cobraban a cada uno de ellos; y el conductor del coche percibía solo el importe de un viaje, el resto se integraba en el “fondo de reptiles”. Vuelvo a repetir, que esto se hizo posible por la honestidad del personal auxiliar, sin cuya colaboración y aquiescencia habría fracasado la realización de esta meritoria obra, que no era la obra de un Juez, sino la obra de todos.
La instalación de la cárcel era sórdida. Los presos, con una población reclusa media entre diez y doce individuos; recuerdo que entonces, las penas cortas por privación de libertad se cumplían en la cárcel del Partido, dormían, con el extremo clima de invierno, en el suelo mondo, en un mísero jergón de lana y manta de borra. Como a esta tristísima situación no encontré remedio por cauces oficiales, hice lo que lo que quizás no corresponde a un Juez. Aprovechando una navidad, inicié en el Juzgado y entre el personal de la curia una suscripción “pro aguinaldo del preso”, secundada entusiásticamente por los distintos Jueces Municipales del partido, a la que con generosidad y esplendidez se sumaron Abogados, Procuradores, Jueces Municipales, Secretarios y personal auxiliar, obteniendo una recaudación que permitió adquirir para los presos, doce camas somier, equipadas con colchón y almohadas de lana, tres juegos de sábanas y tres mantas de abrigo por cama. Sobró dinero, que se invirtió en dotar a la cárcel de capilla, para la que otorgó permiso canónigo mi buen amigo, el inolvidable obispo Basulto, a cuya decorosa instalación, ayudó también con entusiasmo y eficacia el Prior Herrera Cano. La capilla, fue dotada de toda clase de ornamentos litúrgicos, fue bendecida e inaugurada por el citado obispo, y la primera misa se celebró en sufragio del alma de S. M. la Reina Dª Cristina, fallecida en aquellas fechas. Esta ofrenda funeral, merece una explicación: En la capilla pública que se celebraba en Palacio todos los años el día de Reyes, S. M. El Rey ofrendaba al altar tres cálices con incienso, oro y mirra; estos cálices posteriormente eran donados a iglesias o capillas pobres. Con la timidez de muchacho inesperto, pero con la audacia de los pocos años, escribí una carta al Duque de Miranda, mayordomo mayor de palacio, pidiendo para la capilla de la cárcel de Villacarrillo, uno de los cálices que S. M. donaba; me contestó el Duque informándome de que los cálices de aquel año estaban ya adjudicados, pero que enterado el Rey de mi petición, había ordenado encargar al proveedor de la Real Casa, un cáliz, que se me enviaría tan pronto se lo hubieren entregado. Pasados unos meses, recibí el cáliz, esplendida obra de orfebrería religiosa, en el que figuraba una azucena de plata primorosamente cincelada, sosteniendo en sus pétalos un vaso de oro y al pie, una inscripción grabada: “Al Rey de Reyes, el Rey de España Alfonso XIII”. No era necesario este regio gesto para mi acendrado monarquismo, pero sin duda aumentó mi devota lealtad a la institución y a la persona de este gran Rey, con cuya ausencia perdió España uno del más firme sostén de su progreso en la historia. Hice llegar a S. M. mi gratitud y mi pésame, con la promesa de que la primera misa del proyectado oratorio se aplicaría en sufragio de la Reina muerta; y así se hizo en una ceremonia llena de emoción, a la que asistieron todas las autoridades locales.
El Juzgado, tanto o más pobremente instalado que el de Gérgal, estaba en un local contiguo a la Cárcel del Partido Judicial, con lo que daba la sensación de que Juzgado y Cárcel, formaban unidad fundida e inseparables. Poco duró la situación, ya que uno de mis primeros quehaceres fue romper este aparente contubernio. Los pobres enseres de las oficinas judiciales los trasladé a la sede del Juzgado en la casa que dejó desocupada mi antecesor, situada en la calle Mingo Priego, la mejor del pueblo, que hoy se llama calle del Generalísimo. Esta sustitución de nombre no supone desaire alguno, ni ofensa a la insigne memoria de Mingo Priego, fundador de la ciudad; las calles varían de nombre según el viento que corre, que nunca es el mismo.
El alma del Juzgado era Marino; Marino Céspedes, oficial habilitado, padre de numerosa prole, perfecto conocedor de la práctica judicial, trabajador infatigable, que llevaba y dirigía las tareas auxiliares con ejemplar eficacia. Junto a él, una plantilla de auxiliares y meritorios de probada competencia y de intachable conducta. El servicio se efectuaba con rigor en plazos y términos, con muy satisfactorios resultados. Todo este personal auxiliar, al que yo ayudé en su formación y futuros destinos, cuanto pude, obtuvieron cargos de plantilla al servicio de la justicia; dos de ellos como secretarios de Juzgados de primera Instancia en turno especial de promoción de Oficiales, otros como Secretarios de Juzgados Municipales de importancia, tales como Linares, Alicante y Granada. Marino murió siendo secretario del propio Juzgado de Villacarrillo; su aspiración máxima. Hasta su muerte mantuve con él buenas relaciones de amistad, apadrinando a su hijo Paco, hoy médico forense en uno de los Juzgados de Granada capital.
Mis recuerdos de Villacarrillo son imborrables; mi gratitud a sus gentes, siempre presente y emocionada. Gratitud a Villacarrillo y a todos los pueblos de su Partido, de los que siempre recibí respetos y atenciones inolvidables.
El quinto aniversario de mi posesión en el Juzgado, se conmemoró con un té en los salones del Ayuntamiento, servido por Lhardy, que trasladó desde Madrid la merienda, servicio y servidores. Al que asistieron las primeras autoridades de todos los pueblos del Partido y más que homenaje a mi persona, se homenajeó a la justicia; que en esto no ha de andar con escrúpulos el Juez, si a las atenciones que recibe corresponde con generosidad; el Juez ni ha de ser perpetuo invitado, ni es una isla inaccesible y distante, sino la persona en relación humana con el medio social en que le toca vivir.
El día 28 de enero de 1930, se produjo en España un suceso de trascendencia histórica. S.M. el Rey aceptó la dimisión de Primo de Rivera. Por aquellas fechas, el Ayuntamiento de Villacarrillo iniciaba expediente para nombrarme hijo adoptivo de la ciudad. La caída de la Dictadura arrastró con ella a las autoridades locales de casi toda España, en este tejer y destejer, bandazo a bandazo de la política española, volvieron a la rectoría del Ayuntamiento de Villacarrillo, los que por la dictadura habían sido desplazados. Como es natural en lo humano y no digamos en lo político, emergieron disimulados, soterrados viejos rencores. De mi nombramiento de hijo adoptivo no se volvió a hablar.
Por mi voluntad, yo no habría salido de aquel pueblo, que tan generosa y cordialmente me acogió. Mi traslado fue forzoso. El día 30 de enero de 1931, hube de cesar en el Juzgado, promovido a Juez de ascenso con destino al de Baza. Salí de Villacarrillo un medio día, en que sobre la ciudad, bajo una intensa nevada, ello no fue obstáculo para que fuera a despedirme una multitud impresionante, incluso por la banda municipal de música, dirigida por D. miguel Roa Leal, que a la puerta de mi casa me asajó con un concierto. Recuerdo que no estuvo presente el alcalde, y no me sorprendió, porque ya contaba con su ausencia.
Sobre todas las atenciones recibidas, en el verano de 1931, pasados seis meses de mi cese, vino a Baza una nutrida comisión de curiales y personalidades del Partido Judicial de Villacarrillo, portadora de valiosos presentes de carácter honorífico, que en mi casa figuran entre lo más entrañable y querido. Al frente de la comisión venía el más antiguo de los ejercientes. Estos presentes fueron, una placa de plata, homenaje se los secretarios y personal auxiliar de los juzgados Municipales del Partido, un pergamino en valioso marco de Plata, obra del catedrático de Baeza Sr., Bara, firmado por cuantos allí ejercían profesiones jurídicas, y y un estuche con las insignias de Magistrado en oro y brillantes. Los comisionados fueron agasajados por mí y luego por el Ayuntamiento de Baza. La entrega de las insignias confeccionadas con la heráldica de la monarquía, la realizó en un emotivo discurso D. Luis Climent Villaescusa, que manifestó que tal entrega era meramente simbólica, señalada para ese día por no demorar el homenaje, y que se me entregarían después, restauradas y modificadas de acuerdo con la emblemática de la República recién instaurada. En orden a este punto en concreto, guardé silencio en mi contestación; privadamente hice saber a los comisionados que mi ascenso a magistrado era aún remoto y bien pudiera suceder que, para entonces, las insignias monárquicas estuvieran otra vez en plena vigencia. Fue, como una previsión de futuro. En definitiva: retuve las insignias monárquicas, las he usado y las uso desde que ascendí a magistrado en el año 40, ostentándolas sobre mi toga en las distintas visitas oficiales que, como presidente de la Audiencia de Madrid, hube de realizar al Jefe del Estado en el Palacio del Pardo, o en las recepciones oficiales del Palacio Real. Me sucedió en el Juzgado de Villacarrillo un compañero de excepcional categoría: Juan Antonio Linares Fernández, luego Presidente de la Audiencia Provincial de Jaén, después Magistrado de la Sala 1ª del Tribunal Supremo. De su prestigio en el Partido, de su prudencia, de su tacto, de sus cualidades humanas, basta con subrayar que actuó en Villacarrillo durante toda la guerra, lo que bien puede estimarse milagroso en el clima trascendentalmente pasional de aquellos tiempos y aquellas tierras.
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Vuelvo reiterar mi agradecimiento a mis primos José María, Manuela y Mª de los Ángeles.
Victorio Parra Arcas. (Socio de los Amigos de la Historia de Villacarrillo AHISVI).